Dos puentes de hierro, sobre el río Bravo, unen a México con Estados Unidos.

Por: Juan Ramón Martínez
McAllen, Texas. Estoy aquí, desde diciembre del año pasado, estudiando en el terreno el problema de los emigrantes, especialmente hondureños y salvadoreños que, fuera de la ley, ingresan desesperados a un territorio hostil, lleno de peligros y en donde las autoridades los rechazan y los buenos estadounidenses les ayudan, pero pidiéndoles que por favor se vayan, porque si los ven juntos, ellos tendrán problemas con las autoridades fronterizas.
“Es un delito federal ayudarlos”, me dice una señora católica. He leído todo lo posible, visto toda la información sobre la crisis en Ciudad Juárez y El Paso, tomado el pulso a la situación, hablado con académicos de la Universidad de Texas Río Valle Grande, especialmente su School of Social Workuela de Trabajo Social, en el campo de Edimburgo, cabecera del condado de Hidalgo.
He recogido historias entre exfuncionarios del Consulado de Honduras y hablado, en estricta privacidad, con algunos salvadoreños y hondureños fugitivos, cuyos nombres no puedo revelar por razones de seguridad y compromiso profesional.
Me he abstenido de visitar los consulados fronterizos, por temor al rechazo. Llevo el estigma de la edad, no haber votado por Libre, ser liberal social cristiano y no aceptar que Manuel Zelaya tenga algo que ver con la figura y el comportamiento de Morazán.
No me gusta que me declaren, arbitraria y en forma abusiva, culpable. Rechazo ese tipo de autoritarismo y ataque a mi individualidad, que para vivir, necesita de los aires de la libertad. Por ello, cuando los dos jóvenes anfitriones, voluntarios estadounidenses, me avisan que saldremos a las 12 meridiano, y pregunto qué para dónde, responden “es una sorpresa”, aunque sonríen, me pongo en guardia, a la defensiva. Subimos al coche y solo me dicen, “vamos hacia el sur”.
POBREZA ES NOTORIA
Entrenado para los detalles, observo que en la medida en que avanzamos, la pobreza empieza a mostrar sus mezquinas evidencias: casas más viejas, paredes descascaradas, césped sin cortar, cercos rotos, vehículos más antiguos, chatarra abandonada en los solares solitarios y nadie que se mueva en los alrededores, por ninguna parte.
No olvido que me han dicho que en la frontera sur de Estados Unidos, la pobreza es mayor. Pero como estoy formado en la idea que hay una calle que separa a la riqueza de Estados Unidos y abre la puerta a la pobreza de México, leyendo a Daron Acemoglu y James A. Robinson, recibo, en la medida en que el coche avanza, prueba que, la pobreza aquí, se presenta suavemente, –como todas las desgracias–, en silencio; y que se va haciendo más visible, brusca y ofensiva, en la media en que avanzamos hacia el río Bravo, esa vena líquida que separa a dos mundos, dos visiones humanas, dos filosofías de la vida, a dos naciones; y a dos realidades.
Abandonamos la carretera suspendida y nueva y nos movemos en otra, mejor que las de Honduras, pero inferior a las mejores de California o Nueva York. Poco después, más casas abandonadas, algunas con rótulos invitando a compradores que no responden, porque kilómetros después, otras más viejas, están convertidas en ruinas: techos derribados, paredes venidas al suelo, plantas invasoras derribando las paredes que se han resistido a la tiranía del tiempo. Y maleza alta, creciendo indolente, entre los escombros.
Y los negocios, con nombres en español, cada día más estrechos, precarios y solitarios, con muchos anuncios en las paredes, sin uno siquiera de Coca Cola, como si no hubiera clientes para la canónica bebida en estos 120 kilómetros de recorrido. No se ve gente por ninguna parte, me dicen. Y es cierto. Aquí, lo que priva es la soledad.
Y lo único que nos recuerda que estamos en Estados Unidos, es la presencia singular de las escuelas. Son en cada ciudad en decadencia, el edificio más importante, más bello y mejor cuidado. Posiblemente la razón que explica el éxito de los Estados Unidos, fuente de su individualismo, respeto por la libertad y obediencia a la ley.
Son los mejores edificios de estas ciudades de nombres bonitos que recuerdan pasadas glorias, pero que no pueden disimular su abandono, soledad y pobreza. Las Peñitas, San Juan, La Joya, Río Grande, Roma, Camargo, Los Olmos.

UN RÍO, DOS MUNDOS
A la izquierda, me dice el amable conductor, mostrándome la pantalla del vehículo que reproduce las imágenes del “gps”, el Río Grande o Bravo, discurriendo perezoso y engañosamente tranquilo, pero escondiendo en sus entrañas las corrientes traicioneras –y en donde muchos compatriotas han perdido la vida o dejado sus cabezas desfiguradas– que, pareciera que nos vigilara en forma quieta y tranquila, sin otra cosa más que hacer, con el fusil entre las piernas.
Nos detenemos en una gasolinera, casi dos horas después, para repostar combustible. Entramos a una tienda de conveniencia comprar refrescos. Pido una Coca Cola y me preguntan si quiero ir al baño, y respondo que no.
Algunos bocadillos embolsados hechos en Honduras me son mostrados con simpatía por mis jóvenes acompañantes. Media hora después, estamos en Roma. Verifico que son las 2:15 de la tarde y no se ve una sola puerta abierta, nadie en la calle y menos, vehículo alguno circulando.
Estamos a la par de uno de los dos puentes de hierro, que sobre el Río Bravo, unen a México con Estados Unidos. Veo la fila de vehículos que avanzan, lentamente, desde México a Estados Unidos. Y viceversa. Y me señalan, mire, allí están varias casetas, para que la vía se multiplique y varios vehículos puedan ser atendidos, simultáneamente. Como en los aeropuertos, les digo. Así es, en efecto.
Parado sobre una piedra, veo abajo el río, algunas personas en el lado de México y la mexicana ciudad Miguel Alemán: casas abigarradas, de techos planos, arrimadas una con otras, como si tuvieran frío, con miedo o, porque el terreno fuese escaso, como si los españoles que llegaron con Hernán Cortés siguieran dominando los diseños urbanísticos.
No hay viento y el silencio es pegajoso. Pienso en Juan Rulfo, en su Comala, y es inevitable recordar el diálogo del caminante que busca el padre y lo que le responde cuando se encuentran entre el calor y el polvo, insoportables, pero inevitables en la vida de estos lugares y en los que la frase “es que aquí así es”, más que resignación, es una respuesta del hombre fuerte a la vida dura e ingrata y a la muerte altanera e indiferente, que es el primer enemigo de los emigrantes, después de los guardias fronterizos que deben enfrentar. En el mismo silencio de la llegada, regresamos a McAllen, otra vez.
TEMOR DE EMIGRANTES
Ya es tarde. No hemos almorzado y todos tenemos hambre. Intentamos comer en un restaurante mejicano, como los nuestros de carretera, pero descubrimos que desde las 3:00 de la tarde está cerrado.
Al final, nos detenemos en uno muy concurrido, que debe ser bueno les comento, fundado por un chino de Houston que ofrece un arroz a la mexicana, que recuerda el arroz chino que se vende en los restaurantes de Tegucigalpa.
Mientras esperamos, comentamos sobre el miedo que deben tener los emigrantes que, bajo la escasa sombra de los mezquites inevitables, escuchan decir en tono de español suavizado: “Bueno mano, ya está en Estados Unidos”. Y el compatriota emocionado, pero temeroso, pregunta: ¿ya estamos en Houston?, y le responden, “bueno mano, todavía hay que caminar”.
Ante mi cara interrogante, me dicen: “vea don Juan Ramón, de aquí en auto hay siete u ocho horas para llegar a Houston, imagine usted en bus; o a pie”. ¿Y qué hacen?, Pues simplemente se rascan la cabeza, y regresan a cubrirse en el bosque, a esperar la noche, porque aquí, una persona caminando sola o en compañía de otro, es sospechosa y la policía puede detenerla, inmediatamente. Y esposada, llevarla a la cárcel o expulsarla inmediatamente, porque el guardia de fronteras tiene la discrecionalidad de hacerlo en estas 100 millas que hay desde el río hacia el interior del territorio de los Estados Unidos.